Galería La Casa Amarilla (Zaragoza)
Del 30 de noviembre de 2019 al 8 de febrero de 2020

La Casa Amarilla presenta la primera exposición individual de Sara Quintero en la galería: Entre las cenizas es el título elegido por la artista para aludir directamente a los procesos contra las mujeres, víctimas de un sistema que además de violentarlas las deslegitima. Sobran ejemplos en todos los sectores, también en el artístico.

Como es habitual en su trabajo, Sara Quintero selecciona imágenes del pasado que actualiza, con el firme propósito de desvelar el poder que la imagen ha demostrado a lo largo de la historia para conformar nuestro mundo. La secuencia de dibujos y pinturas que configuran su exposición Entre las cenizas remiten, en su mayoría, a la iconografía de martirios cristianos en las obras de grandes artistas. No hay interés en contar detalles del martirio; lo que importa es mostrar los rescoldos de un fuego que permanece activo en la actualidad a través de mecanismos perversos que insisten en perpetuar una imagen de la mujer moldeada por acontecimientos que, aunque olvidados, incitan a la hostilidad y a la violencia.

Esta exposición de Sara Quintero continúa y profundiza en cuestiones que centraron los proyectos colectivos La influencia de la Luna sobre la cabeza de las mujeres y Viaje al manicomio, organizados por La Casa Amarilla y en los que la artista participó. Sabemos ya que cuando, en torno al año 2000 a. C., el Sol se impuso sobre la Luna, se llevó consigo las historias lunares y que, como ha analizado Erich Neumann: el reconocimiento astronómico de la dependencia de la Luna respecto del Sol es la expresión y el símbolo de la humillación de la Luna en el mundo patriarcal, en el que el Sol y el día, como la consciencia humana en su expresión arquetípica masculina, han asumido la autoridad soberana. Las historias del Dios se escribieron sobre las de las Diosas, ocultándolas hasta hacerlas desaparecer. Sara Quintero recuperó imágenes que intervino para evocar los ritmos de la Luna que ordenan o influyen en la naturaleza y en la vida y muerte de los seres vivos. Una de aquellas imágenes fue la del grabado que daba título a la exposición: La influencia de la Luna sobre la cabeza de las mujeres. A diferencia de los hombres que han de crear su propia luz para ver, las mujeres reciben el don de la Luna, a la que permanecerán siempre asociadas y por cuya influencia, según el relato dominante, caerán en la locura o se convertirán en brujas. A las locas se las encerró, y las persecuciones de brujas fueron una guerra contra las mujeres que aún hoy continúa banalizándose, como analiza Mona Chollet en su ensayo Brujas.

El silencio, junto con la obediencia y la reclusión en el hogar, son los atributos que debían acompañar a la mujer en los sistemas patriarcales de la Antigüedad. La invisibilidad era el rasgo más valorado. El silencio, la sumisión, y el cumplimiento de los deberes familiares, es decir: la imagen de lo «esencialmente femenino», que Betty Friedan denominó la «mística de la feminidad», continúa siendo el referente cuyo incumplimiento deriva en la violencia contra las mujeres, una prerrogativa exclusivamente masculina.

A lo largo de los siglos, las mujeres han debido reprimir su comportamiento, adecuarse a las maneras de ser y estar que el sistema patriarcal les exigía, refrendadas por la literatura y la abundante iconografía de imágenes ejemplares e instructivas que nos han educado y condicionado. Todo parece dispuesto para no avanzar. Y de hacerlo, las mujeres serán las únicas responsables de la violencia que se les inflige. Por histéricas, malhumoradas y gritonas. Además, claro, por insumisas, al atreverse a poner en tela de juicio o arremeter contra la primacía de la jerarquía que impone el orden patriarcal: nueva causa de desorden que hay que corregir sometiendo la voluntad emancipadora de las mujeres, resultado de las excesivas concesiones y derechos que han recibido.

Las hogueras continúan encendidas. Y Sara Quintero las pinta tras vaciar los escenarios donde grandes artistas como Fra Angelico, Jean Fouquet, Domenico Veneziano o Bernardo Daddi situaron historias moralizantes de martirios cristianos. En aquel tiempo, la naturaleza femenina se asociaba al pecado, a la debilidad y pasividad, de modo que los relatos cristianos sobre la extremada violencia ejercida contra el cuerpo de las mujeres mártires, la mayoría vírgenes, se presentaron como una vía de purificación y fortaleza espiritual -propia en exclusiva de los hombres-, y una aparente trasgresión de los valores paganos que, por cierto, eran los mismos en lo referente a las categorías de lo femenino y masculino, a excepción del pecado y la culpa. En el proceso que juzgaba a quienes no apostataban de su fe, participaban los representantes del poder romano y la multitud. La condición y estatus de los cristianos varones eran tenidos en cuenta en los juicios, mientras que el cuerpo y las responsabilidades familiares de las mujeres captaban toda la atención, que era máxima cuando se reafirmaban en la expresión de sus ideas. La incredulidad de sus convicciones era revalidada, señala Amparo Pedregal, con la quietud del lenguaje corporal ante los mayores y más refinados suplicios. Despojadas de sus ropas, violentadas, violadas, desmembradas, quemadas y decapitadas, aquellas mujeres merecían la violencia extrema en su «débil cuerpo femenino» por insolentes; pero lejos de doblegarlas, causaban la extenuación de sus verdugos y la sorpresa de quienes asistían al espectáculo. En opinión de Pedregal, se trataba de un proceso de virilización de las mártires paralelo a la feminización de la autoridad, lo que suponía desestabilizar un orden que debía volver a ser reconstruido. Con violencia.

Las escenas que los artistas pintan en sus cuadros corresponden a los momentos en que la violencia ejercida sobre el cuerpo de las víctimas, sobre todo el de las mujeres, reafirman la fortaleza de espíritu y, fundamentalmente, la solidez de un orden patriarcal que aspira exclusivamente a confirmar de modo propagandístico los valores de la fe cristiana frente a los paganos, cuyos relatos no eran mejores. Sara Quintero recupera la historia de los hijos de Hécuba. Del bello efebo Troilo, víctima del deseo de Aquiles, el mejor de los guerreros aqueos. Y de Cassandra, a quien Apolo maldijo, tras ser rechazado, a no ser creída pese a tener el don de la adivinación; agarrada a la estatua de Atenea, Ayax desoyó sus ruegos y violó a la pobre loca. La diosa Atenea expulsa a los vicios del jardín de la Virtud en el gran cuadro que Mantegna realizó, en 1502, por encargo de la marquesa Isabella d’Este para decorar su gabinete particular en el palacio de Mantua, de acuerdo con los principios morales que debían adornar el ideal femenino. Entre los vicios, aparece el mono, símbolo de la incontinencia sexual, que Sara Quintero recupera convertido en una figura andrógina que encarna a todos los vicios huyendo con su botín en un escenario dominado por un enorme saco de boxeo que cuelga de gruesas cadenas como un cuerpo desmembrado y vencido en el campo de batalla.

[Chus Tudelilla]

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