SARA QUINTERO.
FIGURAS ANTIGUAS, EPISODIOS MODERNOS

Rocío Robles, Enero 2013

I

Por concepción y realización, las obras que Sara Quintero presenta en esta exposición ponen de manifiesto que no sólo ha dado un paso adelante, sino que también ha sido capaz de mirar firmemente atrás. Subyaciendo a la vez que sobrevolando en su pintura la idea del cataclismo, la opción de no representar ningún ser con vida –sea hombre, animal o vegetal– resulta pertinente. Sus cuadros son una síntesis tan magistral como paradójica de Renacimiento y catástrofe; de fuentes antiguas y de convulsiones actuales. Desubicadas, invertidas o repetidas aparecen figuras que emergen de pozos negros, yacen ajenos a la nueva narración que suscita su presencia, gravitan en habitaciones colmadas por un denso vacío o se hunden en un estanque de armonioso perímetro de líneas curvas y rectas. Sin dudar, enumera el nombre y la procedencia de cada una de esas figuras, extraídas de cuadros de Fray Angelico, Giovanni Bellini, Vittore Carpaccio, Piero della Francesca y Bronzino. A la lista hay que añadir Antonello de Messina, convocado en su serie de dibujos sobre el Cristo muerto sostenido por un Ángel (1475-1476) del Museo del Prado, en los que se concentra en la emergencia del dolor en el blanco papel. Es en esos nombres de la pintura italiana del siglo xv donde se activan sus obras nuevas, donde se disparan las alarmas de intranquilidad y desasosiego, pues su reclamo es alegoría de declive contemporáneo.

Por un lado, puestos con la pintura italiana del Renacimiento, lejos de querer fundar su genealogía artística, alinearse por vía del dibujo con las Vidas (1542-1550) de Giorgio Vasari o pretender recoger el testigo de los pintores florentinos por sobresalir pintando figuras que estimulen nuestra imaginación táctil –categoría máxima que debiera observar y alcanzar el pintor según Bernard Berenson– , Sara Quintero ha optado por construir una visión pictórica de acuerdo al “estilo de síntesis a través de la perspectiva de la forma y el color” que Roberto Longhi definió en su excéntrica Breve pero verídica historia del arte (1914), por el que el pintor es capaz de “dotar a la obra de la magia inexplicable de hacer aparecer a un tiempo la máxima profundidad (forma) y la máxima superficie (color)”. En sus pinturas, este logro queda más patente cuando prescinde de figuras, como es el caso del severo paisaje rocoso realizado en un tondo o de sus estancias vacías, donde se evidencia el trabajo de la composición.

Por otro lado, al pintar a Noé borracho, Adán y Eva expulsados del Paraíso, David con la cabeza de Goliat entre los pies –del retrato de Bronzino de Ugolino Martelli (1535)–, o una ninfa o diosa que como escultura aparece atrapada entre las elegantes manos de un escultor en un retrato que también hiciera Bronzino, Sara Quintero ha escogido determinados detalles de obras de los artistas arriba citados, poniendo de manifiesto que no se comportan como modelos plásticos o citas eruditas, sino como símbolos intemporales a los que ahora ella infunde un nuevo valor, plástico y de uso. Descontextualizados, Sara Quintero hace suyos esos personajes de la historia de la pintura, esas representaciones mitológicas y religiosas y con las que acentúa el extrañamiento en la conjunción de épocas y en la composición figura-fondo. También cabría citar a los numerosos caballos pintados que recuerdan los de Paolo Uccello, quien supo conferir rigidez a estos animales empleando para ello las reglas de la perspectiva y la geometría. Ahora, el terror, el fuego y la muerte están detrás del agarrotamiento de sus patas y de la tensión de sus cuellos.

II

La propia artista reconoce la fascinación que le producen las fotografías reproducidas en esas “cartillas ilustradas de nuestro tiempo” que conforman los libros El instante peligroso (1931) y El mundo transformado (1933), cuya selección de imágenes y prólogo realizó Ernst Jünger. La transformación y desvirtuación física y material de la faz de la tierra, de sus habitantes y de sus modos de vida entendida como la consecuencia inmediata, inevitable e irrevocable del desastre de la humanidad; y la paleta de marrones y grises como metáfora contenida del miedo. Sus obras son el resultado de un complejo ejercicio pictórico sobre la escenificación de la catástrofe. Para crear esos paisajes de desolación acude a ejemplos arquitectónicos tanto de la antigüedad como de la actualidad bélica mundial, fundiendo formas y funciones hasta eliminar cualquier signo de temporalidad. Ahí están los ataúdes de madera de uso militar, idénticos y austeros, y a sus pies esos pseudocuerpos calcinados por la erupción del Vesubio en el año 79. Es la exhibición del desastre desde una púdica contención, causada por el pavor que provocan los hechos acaecidos, por el espanto que resulta saber que esos dos sacos abandonados en el fondo de una piscina traslucen sendos cuerpos sin vida. Para llevar a cabo esta denuncia del desastre que deviene espectáculo sin límites morales, Sara Quintero multiplica el elemento denigrado. Ocurre con esos troncos de lava y ceniza que remiten a su original forma humana, con los nichos y los caballos y también con esa figura con las manos atadas a la espalda, que mediante tres posiciones distintas marca tres modos diferentes de ocupación de un espacio en fuga pero sin salida.

Respecto a obras anteriores, las arquitecturas, muros y detalles constructivos y ornamentales han agravado su sobriedad en pro de resaltar sus líneas y volúmenes, insistiendo en su cualidad de receptáculo. Piscinas, nichos, platos de fuentes, albercas. Llama la atención la insistente presencia del agua en estos cuadros, que antes de ser purificadora remite al bíblico diluvio universal en cuanto castigo divino, en cuando ruptura del orden de seguridad existente. No hay arca, aunque sí está presente Noé, pero yaciente y borracho, débil. Agua en la que se concentra la congoja, como la de las tenues lágrimas del Ángel que sostiene a Cristo muerto. Agua que inunda y desborda, anega, engulle y devora. Esto se hace evidente en dos obras de gran tamaño que ahora presenta, las cuales resumen el trabajo realizado en estos últimos años a la vez que son la contrapartida al resto de cuadros reunidos. Aun partiendo de la obra Caza en la laguna (1490-1495), panel fragmentado de la obra de Carpaccio Dos cortesanas, del Museo Correr de Venecia, en esta ocasión ha optado por conservar el escenario, el paisaje. Y allí donde en el original aparece la cabeza de un ave acuática convertida en blanco de las flechas de los cazadores, en su lienzo hay un gran desagüe, esto es, “la irrupción de lo peligroso en el espacio vital”, en palabras de Jünger, que transforma el mundo interior y exterior. Comprendemos que por su agitada boca se han precipitado pájaros y hombres. No hay figuras, sino calma siniestra que acentúa el trágico cielo amarillo. En el otro cuadro, una composición en estratos revela un proceso de destilación vertical: laguna, cielo, mar; agua que alimenta el agua. En esas marcas circulares apenas reconocibles en la superficie sombría del mar tiene lugar otra cacería, silenciosa y anónima. El cuadro establece una relación causal entre lo invisible y la falta de seguridad, entre el vacío y la constante amenaza. En definitiva, sus cuadros constituyen una colección de imágenes con las que actualiza la relación del hombre con el peligro, constatando temerosamente su presencia.