ÓSCAR ALONSO MOLINA
Como en Shakespeare, el teatro se confundía con la naturaleza de la que nada le separaba.
Bruno Schulz –La república de los sueños–
El índice de este texto, sus capítulos si los tuviese, sería el siguiente: primero “Negro”; luego “Oscuridad -luz que declina-“; “Cae la noche como cae un velo: Aletheia”; y por último, “Pompeya”. En su desarrollo, los nombres que se imponen en mi cabeza son, en paralelo: Beuys (con su escultura de vapor en un espacio vacío, oscuro y sólo accesible por el circuito cerrado de la cámara de vigilancia); la sombría lucidez de las apariencias en principio más sencillas de Natividad Bermejo; la elegancia última, radical, de Jus Jusctmans o el último Rothko; y también, claro, el Malévich del “Blanco sobre Blanco” (1918), que hubo de soportar esa otra firme y esperanzada réplica por parte de Rodchenko con su serie negro sobre negro.
Al respecto de estos dos últimos, creo que sería conveniente para el caso de Sara Quintero evitar todo tipo de caída espiritual en el texto, en la obra; por el contrario, tratar el color, el color negro, muy especialmente, como encarnación extrema de la materia del mundo. A no ser, claro, que ese “sentido espiritual” de la pintura sea un luto, una despedida de la capacidad representativa de las ideas en ese espacio adelgazado y calcinado de la representación… ¿su fin, precisamente? Sí, de la misma manera que ante el cuerpo presente del cadáver nos encontramos con un ser disminuido, en ausencia de su auténtico ser, y al mismo tiempo, paradójicamente, su carne es más que nunca elocuente, cuerpo cierto, en terminología jurídica -o, siguiendo por ese lado, si se quiere, ya casi un ser mostrenco-.
De hecho, ¿no podríamos ver en estas pinturas negras de Sara Quintero un notabilísimo inútil esfuerzo del presente: la intensidad de un mundo que ya no la resiste; el esfuerzo técnico y ético de una postura que, en escandalosa minoría, se diluye hasta lo anecdótico y deja su testimonio como mácula; la locura, el enloquecimiento más discreto de hablar todavía con “la muerta”, como gustaba de llamar Alcolea a Madame Pittura?
Pero me estoy poniendo patético: ¿de verdad son tan negros y tan oscuros estos cuadros? Igual tú los ves pintados del color de un mundo atemperado. Sé que me repito, pero no puedo dejar de acordarme aquí, una vez más, de aquella conmovedora escena protagonizada por Cèzanne, ya muy viejo, charlando con Gasguet mientras se esfuerza por pintar el paisaje a la luz de un sol que declina, cuando pronuncia aquella frase llena de tristeza que podríamos asumir como título para muchos de estos cuadros que te presento: “Está cayendo la noche del mundo. La pintura, junto con todo, desaparece…”
Sí, qué raro ver pintar así en un tiempo que día a día se torna más difícil para su práctica y, al tiempo, tan tenebroso. Pues es cierto: ¡casi no se ve…! Puede que el sol, como el astro negro de la melancolía, no caliente ya plenamente en los cuadros de Sara, pero las piedras, las paredes allí están, todavía, bien caliente