EL TESORO ENJAULADO:
unas palabras sobre el papel de los zoológicos
al hilo de la pintura de Sara Quintero
Las colecciones de animales son tan antiguas como la civilización, los sumerios construyeron parques para animales unos 2300 años a.C, los egipcios trajeron especies exóticas de Somalia en el 1490 a.C, el emperador chino Wen Wang mandó construir el «parque de la sabiduría», en el que vivían grandes mamíferos, aves y reptiles, en el año 1000 a.C, y tanto Alejandro Magno como las legiones romanas trajeron a Europa numerosas fieras unos siglos antes de nuestra era (destinadas a su sacrificio en la arena, lo cual no deja de ser una forma de exhibición del animal y de sus cualidades). Muy antiguos son también los jardines chinos de los que habla Marco Polo en sus crónicas, el gran zoológico que poseía el emperador azteca Moctezuma en Tenochtitlan (que fue quemado por Cortés, acaso porque también existía en él una interesante sección dedicada a enanos y personas deformes), y los zoológicos públicos indios, que datan del siglo XVI. Los primeros zoos europeos, por su parte, surgen en el siglo XVIII y responden a la fascinación romántica por lo salvaje y exótico, aunque pronto adquieren un carácter científico. El más antiguo es la Casa Imperial de Fieras de Viena, inaugurada en 1765; el Jardin des Plantes parisino -que pervivió hasta los años sesenta, lo mismo que la venerable Casa de Fieras del Retiro-, se funda en 1793; en 1826 la Sociedad Zoológica inaugura el de Londres en el Parque del Regente, en 1828 se crea el Zoologisches Garten de Berlín con la colección de Frederich Wilhelm IV, rey de Prusia, y en 1864 el Central Park Zoo de Nueva York, que es el más antiguo de América. A partir de entonces, prácticamente ninguna gran ciudad del mundo ha dejado de construir su zoológico. En cuanto al primero de los considerados modernos, en los que las jaulas son sustituidas por espacios más amplios y provistos de rocas, plantas, estanques y barreras arquitectónicas invisibles o fosos, lo fundó el comerciante Carl Hagenbeck en Stellingen, localidad próxima a Hamburgo, en 1907. Actualmente, todos los zoológicos trabajan en estrecha colaboración con la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y la exhibición de animales en jaulas o espacios inadecuados está prohibida.
Mejor otear ese insondable abismo que separa a la obra de su creador en busca del arte, que no está ni en la una ni en el otro, que tratar de reordenar el repertorio simbólico que aquí se despliega para relacionar estas pinturas negras con la personalidad compleja de Sara Quintero. Sin embargo, aunque no soy muy partidario de tratar estos asuntos, me parece oportuno señalar que en esta tercera individual su obra parece haberse despojado definitivamente de todos esos argumentos -extranarrativos más que extrapictóricos- que en un principio le sirvieron de apoyo, para volverse esencialmente biográfica, catártica, comprometida y reveladora: esta artista, aun antes de poner los cimientos de su figuración desnudada, manifestó un interés en cierta medida preocupante (debido a su juventud) por todo lo relacionado con la violencia, el crimen, la guerra, la pesadilla, la angustia y, desde luego, la oscuridad. Las extensas zonas en penumbra, los espacios vacíos, la ausencia de vida y la luz inmanente, son característicos de sus cuadros desde hace bastantes años, pero también lo son las armas, las ruinas, la noche, la soledad y el horror: forma y argumento tienden a encajar en una misma descripción -por eso es una obra sólida y que progresa con fluidez- y a producir una sustancia particular que unifica la textura de todas las materias -tierra, tela, caparazón, cielo o rama- y las transmuta en cosas soñadas, en miedos y misterios.
Al principio, decía, se trataba simplemente de hallar un camino para la figuración y, comoquiera que esta es -y probablemente así siga siendo siempre-, primero bodegón, luego paisaje y finalmente figura, Sara Quintero optó por convertir el mundo en una naturaleza muerta -«no veo mis cuadros como interiores o exteriores, sino como bodegones»- y alumbró unos pequeños y deliciosos escenarios portátiles en los que los juguetes actores de pintura representaban sus propios dramas y traumas en paisajes de cartón piedra: sus pinturas «no son ventanas a las que nos asomamos, sino espacios en los que suceden cosas» y en estos espacios, autosuficientes, en estas mises en scéne, no hay suelo ni horizonte, ni sol, ni hombre, ni vida, porque los límites del mundo de las naturalezas muertas son -por definición o por tradición- la mesa y las paredes desnudas de una habitación. Asi, más allá de la montaña más lejana, detrás de la última ruina, termina el mundo y se abre el abismo pero, tras este, hay siempre un muro inmenso y opaco: las paredes de la caja. La jaula.
Sí la población humana del globo aumenta al menos en un 50 por ciento en los próximos decenios, y si se quiere llegar a una agricultura sostenible en todos los ambientes, lo cual es indispensable, la humanidad tendrá necesidad de toda la diversidad genética disponible y más particularmente de aquellos genes que confieren resistencia a las enfermedades y a las sequías, productividad a lo largo de la vida y capacidad de prosperar en un ambiente degradado y poco hospitalario. El aumento de la población humana será ciertamente una de las mayores causas del recalentamiento del planeta. Desplazamientos de las zonas climáticas, cambios meteorológicos y la inundación de las planicies costeras van a imponer grandes dificultades a la agricultura y ganadería tradicionales, particularmente teniendo en cuenta el hecho que, con pocas excepciones, la mayoría del stock de ganado actual deriva de ancestros de zonas templadas en tanto que en 50 años, los dos tercios de la población del globo estará agrupada en las zonas tropicales donde la producción de ganado originario de las zonas templadas está lejos de ser satisfactoria. Será esencial entonces el desarrollo de nuevas técnicas para la incorporación de caracteres genéticos deseables a partir de las especies emparentadas restantes en sus variantes domésticas, así como la producción de nuevos animales domésticos.
La aparente reducción de diversidad en las especies de ganado doméstico es particularmente grave en el caso de aquellas especies cuyos ancestros salvajes han desaparecido ya que, una vez que el material genético de la forma salvaje desaparece, se considera perdido para siempre. El recurso a los animales que aún existen en cautividad como fuente de material genético puede no ser satisfactorio ya que ciertas de estas especies salvajes han sido conservadas en cautividad desde hace muchas generaciones y su fondo genético es de muy pequeño tamaño y por lo tanto menos flexible y menos utilizable. La domesticación ella misma -y se puede considerar que la cría en cautividad, ya sea en zoológicos o en condiciones más extensivas, es una forma de domesticación solapada- puede ser un proceso genético irreversible que inevitablemente sucede al retirar a las especies de la presión de selección del ambiente natural. Toda interferencia humana con las variadas influencias que condicionan el comportamiento salvaje puede resultar en modificaciones genéticas que pueden conducir a diferentes grados de domesticación en los planos comportamental y genético (Ryder, 1993).
Campos de batalla convertidos en un vacíos escenarios de cartón piedra; el reverso siniestro de la jaula de oro… La visión que del mundo nos ofrece Sara Quintero podría ilustrar las tesis baudrillardianas sobre el simulacro, el parque temático global, la guerra-que-no-tuvo-lugar, el fundamentalismo ecológico… Los zoológicos son ya exactamente parques temáticos y por desgracia, no son simulacros, porque en cuanto atañe a la biodiversidad ya nadie puede simular ni disimular nada: perdemos entre 50.000 y 100.000 especies cada año, veremos desaparecer al menos el 55% de las especies animales a lo largo de este siglo y nos acercamos a un punto similar a la extinción masiva, comparable sólo a las cinco que han ocurrido en el planeta desde que en él surgió la vida. En este contexto ¿es de recibo la invocación/provocación baudrillardiana al derecho de la vida a desaparecer?: «La vida real, que tiene a lo menos el derecho a desaparecer (¿o acaso existiría un límite paradójico a los derechos del hombre?), es sacrificada por la supervivencia artificial. El planeta real, supuestamente condenado, es reducido de antemano a su clon miniaturizado, climatizado (es el caso de decirlo: todos los climas de la tierra son naturalizados y sometidos a la climatización) y destinado a vencer la muerte mediante la simulación total Si antes se embalsamaba a los muertos para la eternidad, hoy día se embalsama a los vivos en la supervivencia. ¿Esto es lo que debemos esperar? ¿Es necesario que, habiendo perdido nuestras utopías metafísicas, tengamos que construir esta utopía profiláctica?». Se tiene la impresión de que la intelectualidad desencantada que ha perdido sus «utopías metafísicas» da luz verde a una extinción masiva cuyas primeras víctimas habrán de ser, evidentemente, aquellos que se mantienen fieles a ellas. En este escenario apocalíptico, el empeño de los científicos en preservar a toda costa las especies naturales es «un esfuerzo por negar la muerte y, con ello, la vida»; representa una estéril «supervivencia a ultranza»; su «fundamentalismo ecológico» es una «utopía milenarista que no cree en la eternidad como trascendencia» y aspira a una perdurabilidad desvirtuada…
El término biodiversidad es relativamente reciente. Pero más allá del concepto científico, la experiencia humana de contacto con otras formas de vida constituye una parte importante de la red de interacciones ecológicas y culturales existentes en cada localidad. Esta trama se trenza a través de las vivencias y prácticas personales y comunitarias en relación con la biodiversidad local, generando percepciones, valores, conocimientos y procedimientos que definen los comportamientos, prácticas y símbolos de una comunidad relacionados consigo mismos y su ambiente (Gonçalvez, 2000; Escobar, 1998; Soulé, 1988; Wilson, 1984). Hasta hace apenas unos cien años la mayor parte de la población humana dependía del conocimiento práctico sobre la naturaleza local para poder sobrevivir. Al inicio del siglo XXI, cada vez una mayor proporción de la población depende de procesos tecnológicos fuera de su alcance: en las ciudades el agua proviene de una cañería, los alimentos de un supermercado. La naturaleza se convierte en un espectáculo mediático para ser espiado solamente a través de la televisión.
Este proceso ha ido generando en la humanidad una progresiva desaparición de las experiencias directas de contacto con otras especies, por lo que rápidamente se están extinguiendo el léxico, conocimientos y prácticas asociadas a la biodiversidad local, incluso entre culturas indígenas (Nabhan, 2000; Quinn y Scott, 1997; Pyle, 1994). Adicionalmente, la progresiva separación entre los humanos y la naturaleza ha impulsado una situación que produce de manera interdependiente un aumento del deterioro ambiental en paralelo con el crecimiento de la sensación de desesperanza, angustia y alienación entre los seres humanos (Thomashow, 1998; Roszak et al. 1995). La educación ambiental padece los mismos males que las sociedades actuales. Nacida de un paradigma científico-técnico, aborda la biodiversidad desde un discurso racionalista y excluye y descalifica las experiencias de fascinación, placer, respeto y conexión. Por estas razones, hablar de la importancia de la biodiversidad usando únicamente palabras y pensamientos racionales, con personas que a su vez tienen una limitada gama de vivencias de contacto con otros organismos vivos no humanos, resulta casi tan ineficaz como hablar sobre la supuesta trascendencia de la vida extraterrestre.
En las cajas cerradas de Sara Quintero se han recreado muchos de los dramas que ha vivido la humanidad a lo largo de estos años. Insensiblemente, mientras trabajaba en sus pinturas dedicadas al campamento de los trabajadores de Sintel, o a las guerras de Afganistán, Irak, Yugoslavia y Palestina, los escenarios se ensanchaban y las atmósferas se volvían más densas. No hay ya pretextos: el bodegón desaparece, convertido en luz y materia, y queda sólo el espacio autónomo y abstracto en el que existe. Ocasionalmente, en la escombrera yerma florece la pesadilla en forma de insecto fabuloso, de espina o de murciélago. Luego, todo vuelve a quedar vacío. Claustrofobia y dolor al desnudo, muros derruidos, abandono: «la ausencia del hombre produce una sensación de espera, de necesidad de que entre en escena, lo que subraya la incertidumbre, la soledad».
Es esa esperada presencia del hombre la que les confiere a las nuevas, insólitas, terribles y sofisticadas cajas de Sara Quintero un carácter tan especial. Porque, evidentemente, aunque estas celdas no están destinadas a acoger personas, tendemos siempre a habitarlas nosotros mismos. Y no hallamos cama, ni silla, ni mesa alguna; las puertas y ventanas no están hechas a la medida del hombre, ningún objeto parece tener utilidad: todo se convierte en un instrumento de tortura.
Los animales presos en los zoológicos son recluidos en estas celdas tenebrosas durante el invierno. Es el reverso de ese hábitat artificial relativamente tolerable que les proporcionamos y que parece ser su/nuestra última posibilidad de supervivencia.
La estructura social no es estable, sino que varía en el tiempo. Por ello es muy importante mantener una vigilancia constante para detectar la aparición de antagonismos que puedan derivar en agresiones más graves. La determinación exacta de la estructura social de la especie con la que estemos trabajando nos permitirá conocer y determinar las posibles alteraciones que se puedan presentar y establecer cuál debe ser el número y proporción correcto de ejemplares a mantener. Por otra parte, aunque exista una estructura social estable, las agresiones suelen formar parte del comportamiento habitual; por ello debe tenerse en cuenta si las instalaciones donde se mantiene a los primates permiten que un individuo «escape» a estos ataques y no esté bajo estrés permanente. Otro concepto importante es el de barreras visuales. Están constituidas por elementos opacos, troncos, piedras, desniveles del terreno, vegetación, paneles, etc. que permiten que los individuos se separen en cuanto existen comportamientos antagónicos. La existencia de estas barreras impide que los animales dominantes tengan un control continuo sobre el resto de ejemplares y reduce notablemente el estrés social que ello genera. La existencia de varias instalaciones interconectadas es uno de los mejores sistemas ya que no sólo permite escapar a los animales agredidos, sino que nos permite a nosotros separar voluntariamente a un animal que, por ejemplo, está siendo tratado. El contacto con los seres humanos debe estar también restringido y no es en absoluto recomendable que se permita el acceso a todo el perímetro de la instalación ya que impide que los animales tengan un grado suficiente de «intimidad». Finalmente es muy importante recordar que disponemos de una herramienta muy útil como es el «enriquecimiento comportamental», que consiste en la utilización de diversas estrategias para mantener «ocupado» al animal. El concepto básico es que el animal tenga actividades que realizar y que no caiga en la monotonía que tanto afecta a estos animales.
Acaso sean demasiadas palabras para una pintura que desde la sombra aspira al silencio y, sin embargo, parecen necesarias muchas más para describir lo que atesoran estas tristes celdas que pinta Sara Quintero. Los zoológicos dejaron de ser parques de atracciones para convertirse en almacenes de genes de baja calidad cuando quedó claro que todo «hábitat natural» es un espejismo, un simulacro, una naturaleza muerta sobre una mesa, y que la presión que la población humana ejerce sobre los pocos espacios protegidos que quedan no puede ya sino aumentar. Entonces, ¿debemos alegrarnos o entristecernos cuando miramos estos sórdidos almacenes? Es difícil responder a eso, pero lo que importa es que la pregunta es posible: la obra de Sara Quintero es, como parece serlo todo ya, agridulce, nos confronta con un bullir terrible de desánimos y empeños, de catástrofes y remedos, de nuevas muertes y nuevas vidas y, en último término (como Baudrillard), lo fía todo a la mera posibilidad de seguir preguntando.
Javier Rubio Nomblot
Galería Amparo Gamir 2004
EL TESORO ENJAULADO:
unas palabras sobre el papel de los zoológicos
al hilo de la pintura de Sara Quintero
Las colecciones de animales son tan antiguas como la civilización, los sumerios construyeron parques para animales unos 2300 años a.C, los egipcios trajeron especies exóticas de Somalia en el 1490 a.C, el emperador chino Wen Wang mandó construir el «parque de la sabiduría», en el que vivían grandes mamíferos, aves y reptiles, en el año 1000 a.C, y tanto Alejandro Magno como las legiones romanas trajeron a Europa numerosas fieras unos siglos antes de nuestra era (destinadas a su sacrificio en la arena, lo cual no deja de ser una forma de exhibición del animal y de sus cualidades). Muy antiguos son también los jardines chinos de los que habla Marco Polo en sus crónicas, el gran zoológico que poseía el emperador azteca Moctezuma en Tenochtitlan (que fue quemado por Cortés, acaso porque también existía en él una interesante sección dedicada a enanos y personas deformes), y los zoológicos públicos indios, que datan del siglo XVI. Los primeros zoos europeos, por su parte, surgen en el siglo XVIII y responden a la fascinación romántica por lo salvaje y exótico, aunque pronto adquieren un carácter científico. El más antiguo es la Casa Imperial de Fieras de Viena, inaugurada en 1765; el Jardin des Plantes parisino -que pervivió hasta los años sesenta, lo mismo que la venerable Casa de Fieras del Retiro-, se funda en 1793; en 1826 la Sociedad Zoológica inaugura el de Londres en el Parque del Regente, en 1828 se crea el Zoologisches Garten de Berlín con la colección de Frederich Wilhelm IV, rey de Prusia, y en 1864 el Central Park Zoo de Nueva York, que es el más antiguo de América. A partir de entonces, prácticamente ninguna gran ciudad del mundo ha dejado de construir su zoológico. En cuanto al primero de los considerados modernos, en los que las jaulas son sustituidas por espacios más amplios y provistos de rocas, plantas, estanques y barreras arquitectónicas invisibles o fosos, lo fundó el comerciante Carl Hagenbeck en Stellingen, localidad próxima a Hamburgo, en 1907. Actualmente, todos los zoológicos trabajan en estrecha colaboración con la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza y la exhibición de animales en jaulas o espacios inadecuados está prohibida.
Mejor otear ese insondable abismo que separa a la obra de su creador en busca del arte, que no está ni en la una ni en el otro, que tratar de reordenar el repertorio simbólico que aquí se despliega para relacionar estas pinturas negras con la personalidad compleja de Sara Quintero. Sin embargo, aunque no soy muy partidario de tratar estos asuntos, me parece oportuno señalar que en esta tercera individual su obra parece haberse despojado definitivamente de todos esos argumentos -extranarrativos más que extrapictóricos- que en un principio le sirvieron de apoyo, para volverse esencialmente biográfica, catártica, comprometida y reveladora: esta artista, aun antes de poner los cimientos de su figuración desnudada, manifestó un interés en cierta medida preocupante (debido a su juventud) por todo lo relacionado con la violencia, el crimen, la guerra, la pesadilla, la angustia y, desde luego, la oscuridad. Las extensas zonas en penumbra, los espacios vacíos, la ausencia de vida y la luz inmanente, son característicos de sus cuadros desde hace bastantes años, pero también lo son las armas, las ruinas, la noche, la soledad y el horror: forma y argumento tienden a encajar en una misma descripción -por eso es una obra sólida y que progresa con fluidez- y a producir una sustancia particular que unifica la textura de todas las materias -tierra, tela, caparazón, cielo o rama- y las transmuta en cosas soñadas, en miedos y misterios.
Al principio, decía, se trataba simplemente de hallar un camino para la figuración y, comoquiera que esta es -y probablemente así siga siendo siempre-, primero bodegón, luego paisaje y finalmente figura, Sara Quintero optó por convertir el mundo en una naturaleza muerta -«no veo mis cuadros como interiores o exteriores, sino como bodegones»- y alumbró unos pequeños y deliciosos escenarios portátiles en los que los juguetes actores de pintura representaban sus propios dramas y traumas en paisajes de cartón piedra: sus pinturas «no son ventanas a las que nos asomamos, sino espacios en los que suceden cosas» y en estos espacios, autosuficientes, en estas mises en scéne, no hay suelo ni horizonte, ni sol, ni hombre, ni vida, porque los límites del mundo de las naturalezas muertas son -por definición o por tradición- la mesa y las paredes desnudas de una habitación. Asi, más allá de la montaña más lejana, detrás de la última ruina, termina el mundo y se abre el abismo pero, tras este, hay siempre un muro inmenso y opaco: las paredes de la caja. La jaula.
Sí la población humana del globo aumenta al menos en un 50 por ciento en los próximos decenios, y si se quiere llegar a una agricultura sostenible en todos los ambientes, lo cual es indispensable, la humanidad tendrá necesidad de toda la diversidad genética disponible y más particularmente de aquellos genes que confieren resistencia a las enfermedades y a las sequías, productividad a lo largo de la vida y capacidad de prosperar en un ambiente degradado y poco hospitalario. El aumento de la población humana será ciertamente una de las mayores causas del recalentamiento del planeta. Desplazamientos de las zonas climáticas, cambios meteorológicos y la inundación de las planicies costeras van a imponer grandes dificultades a la agricultura y ganadería tradicionales, particularmente teniendo en cuenta el hecho que, con pocas excepciones, la mayoría del stock de ganado actual deriva de ancestros de zonas templadas en tanto que en 50 años, los dos tercios de la población del globo estará agrupada en las zonas tropicales donde la producción de ganado originario de las zonas templadas está lejos de ser satisfactoria. Será esencial entonces el desarrollo de nuevas técnicas para la incorporación de caracteres genéticos deseables a partir de las especies emparentadas restantes en sus variantes domésticas, así como la producción de nuevos animales domésticos.
La aparente reducción de diversidad en las especies de ganado doméstico es particularmente grave en el caso de aquellas especies cuyos ancestros salvajes han desaparecido ya que, una vez que el material genético de la forma salvaje desaparece, se considera perdido para siempre. El recurso a los animales que aún existen en cautividad como fuente de material genético puede no ser satisfactorio ya que ciertas de estas especies salvajes han sido conservadas en cautividad desde hace muchas generaciones y su fondo genético es de muy pequeño tamaño y por lo tanto menos flexible y menos utilizable. La domesticación ella misma -y se puede considerar que la cría en cautividad, ya sea en zoológicos o en condiciones más extensivas, es una forma de domesticación solapada- puede ser un proceso genético irreversible que inevitablemente sucede al retirar a las especies de la presión de selección del ambiente natural. Toda interferencia humana con las variadas influencias que condicionan el comportamiento salvaje puede resultar en modificaciones genéticas que pueden conducir a diferentes grados de domesticación en los planos comportamental y genético (Ryder, 1993).
Campos de batalla convertidos en un vacíos escenarios de cartón piedra; el reverso siniestro de la jaula de oro… La visión que del mundo nos ofrece Sara Quintero podría ilustrar las tesis baudrillardianas sobre el simulacro, el parque temático global, la guerra-que-no-tuvo-lugar, el fundamentalismo ecológico… Los zoológicos son ya exactamente parques temáticos y por desgracia, no son simulacros, porque en cuanto atañe a la biodiversidad ya nadie puede simular ni disimular nada: perdemos entre 50.000 y 100.000 especies cada año, veremos desaparecer al menos el 55% de las especies animales a lo largo de este siglo y nos acercamos a un punto similar a la extinción masiva, comparable sólo a las cinco que han ocurrido en el planeta desde que en él surgió la vida. En este contexto ¿es de recibo la invocación/provocación baudrillardiana al derecho de la vida a desaparecer?: «La vida real, que tiene a lo menos el derecho a desaparecer (¿o acaso existiría un límite paradójico a los derechos del hombre?), es sacrificada por la supervivencia artificial. El planeta real, supuestamente condenado, es reducido de antemano a su clon miniaturizado, climatizado (es el caso de decirlo: todos los climas de la tierra son naturalizados y sometidos a la climatización) y destinado a vencer la muerte mediante la simulación total Si antes se embalsamaba a los muertos para la eternidad, hoy día se embalsama a los vivos en la supervivencia. ¿Esto es lo que debemos esperar? ¿Es necesario que, habiendo perdido nuestras utopías metafísicas, tengamos que construir esta utopía profiláctica?». Se tiene la impresión de que la intelectualidad desencantada que ha perdido sus «utopías metafísicas» da luz verde a una extinción masiva cuyas primeras víctimas habrán de ser, evidentemente, aquellos que se mantienen fieles a ellas. En este escenario apocalíptico, el empeño de los científicos en preservar a toda costa las especies naturales es «un esfuerzo por negar la muerte y, con ello, la vida»; representa una estéril «supervivencia a ultranza»; su «fundamentalismo ecológico» es una «utopía milenarista que no cree en la eternidad como trascendencia» y aspira a una perdurabilidad desvirtuada…
El término biodiversidad es relativamente reciente. Pero más allá del concepto científico, la experiencia humana de contacto con otras formas de vida constituye una parte importante de la red de interacciones ecológicas y culturales existentes en cada localidad. Esta trama se trenza a través de las vivencias y prácticas personales y comunitarias en relación con la biodiversidad local, generando percepciones, valores, conocimientos y procedimientos que definen los comportamientos, prácticas y símbolos de una comunidad relacionados consigo mismos y su ambiente (Gonçalvez, 2000; Escobar, 1998; Soulé, 1988; Wilson, 1984). Hasta hace apenas unos cien años la mayor parte de la población humana dependía del conocimiento práctico sobre la naturaleza local para poder sobrevivir. Al inicio del siglo XXI, cada vez una mayor proporción de la población depende de procesos tecnológicos fuera de su alcance: en las ciudades el agua proviene de una cañería, los alimentos de un supermercado. La naturaleza se convierte en un espectáculo mediático para ser espiado solamente a través de la televisión.
Este proceso ha ido generando en la humanidad una progresiva desaparición de las experiencias directas de contacto con otras especies, por lo que rápidamente se están extinguiendo el léxico, conocimientos y prácticas asociadas a la biodiversidad local, incluso entre culturas indígenas (Nabhan, 2000; Quinn y Scott, 1997; Pyle, 1994). Adicionalmente, la progresiva separación entre los humanos y la naturaleza ha impulsado una situación que produce de manera interdependiente un aumento del deterioro ambiental en paralelo con el crecimiento de la sensación de desesperanza, angustia y alienación entre los seres humanos (Thomashow, 1998; Roszak et al. 1995). La educación ambiental padece los mismos males que las sociedades actuales. Nacida de un paradigma científico-técnico, aborda la biodiversidad desde un discurso racionalista y excluye y descalifica las experiencias de fascinación, placer, respeto y conexión. Por estas razones, hablar de la importancia de la biodiversidad usando únicamente palabras y pensamientos racionales, con personas que a su vez tienen una limitada gama de vivencias de contacto con otros organismos vivos no humanos, resulta casi tan ineficaz como hablar sobre la supuesta trascendencia de la vida extraterrestre.
En las cajas cerradas de Sara Quintero se han recreado muchos de los dramas que ha vivido la humanidad a lo largo de estos años. Insensiblemente, mientras trabajaba en sus pinturas dedicadas al campamento de los trabajadores de Sintel, o a las guerras de Afganistán, Irak, Yugoslavia y Palestina, los escenarios se ensanchaban y las atmósferas se volvían más densas. No hay ya pretextos: el bodegón desaparece, convertido en luz y materia, y queda sólo el espacio autónomo y abstracto en el que existe. Ocasionalmente, en la escombrera yerma florece la pesadilla en forma de insecto fabuloso, de espina o de murciélago. Luego, todo vuelve a quedar vacío. Claustrofobia y dolor al desnudo, muros derruidos, abandono: «la ausencia del hombre produce una sensación de espera, de necesidad de que entre en escena, lo que subraya la incertidumbre, la soledad».
Es esa esperada presencia del hombre la que les confiere a las nuevas, insólitas, terribles y sofisticadas cajas de Sara Quintero un carácter tan especial. Porque, evidentemente, aunque estas celdas no están destinadas a acoger personas, tendemos siempre a habitarlas nosotros mismos. Y no hallamos cama, ni silla, ni mesa alguna; las puertas y ventanas no están hechas a la medida del hombre, ningún objeto parece tener utilidad: todo se convierte en un instrumento de tortura.
Los animales presos en los zoológicos son recluidos en estas celdas tenebrosas durante el invierno. Es el reverso de ese hábitat artificial relativamente tolerable que les proporcionamos y que parece ser su/nuestra última posibilidad de supervivencia.
La estructura social no es estable, sino que varía en el tiempo. Por ello es muy importante mantener una vigilancia constante para detectar la aparición de antagonismos que puedan derivar en agresiones más graves. La determinación exacta de la estructura social de la especie con la que estemos trabajando nos permitirá conocer y determinar las posibles alteraciones que se puedan presentar y establecer cuál debe ser el número y proporción correcto de ejemplares a mantener. Por otra parte, aunque exista una estructura social estable, las agresiones suelen formar parte del comportamiento habitual; por ello debe tenerse en cuenta si las instalaciones donde se mantiene a los primates permiten que un individuo «escape» a estos ataques y no esté bajo estrés permanente. Otro concepto importante es el de barreras visuales. Están constituidas por elementos opacos, troncos, piedras, desniveles del terreno, vegetación, paneles, etc. que permiten que los individuos se separen en cuanto existen comportamientos antagónicos. La existencia de estas barreras impide que los animales dominantes tengan un control continuo sobre el resto de ejemplares y reduce notablemente el estrés social que ello genera. La existencia de varias instalaciones interconectadas es uno de los mejores sistemas ya que no sólo permite escapar a los animales agredidos, sino que nos permite a nosotros separar voluntariamente a un animal que, por ejemplo, está siendo tratado. El contacto con los seres humanos debe estar también restringido y no es en absoluto recomendable que se permita el acceso a todo el perímetro de la instalación ya que impide que los animales tengan un grado suficiente de «intimidad». Finalmente es muy importante recordar que disponemos de una herramienta muy útil como es el «enriquecimiento comportamental», que consiste en la utilización de diversas estrategias para mantener «ocupado» al animal. El concepto básico es que el animal tenga actividades que realizar y que no caiga en la monotonía que tanto afecta a estos animales.
Acaso sean demasiadas palabras para una pintura que desde la sombra aspira al silencio y, sin embargo, parecen necesarias muchas más para describir lo que atesoran estas tristes celdas que pinta Sara Quintero. Los zoológicos dejaron de ser parques de atracciones para convertirse en almacenes de genes de baja calidad cuando quedó claro que todo «hábitat natural» es un espejismo, un simulacro, una naturaleza muerta sobre una mesa, y que la presión que la población humana ejerce sobre los pocos espacios protegidos que quedan no puede ya sino aumentar. Entonces, ¿debemos alegrarnos o entristecernos cuando miramos estos sórdidos almacenes? Es difícil responder a eso, pero lo que importa es que la pregunta es posible: la obra de Sara Quintero es, como parece serlo todo ya, agridulce, nos confronta con un bullir terrible de desánimos y empeños, de catástrofes y remedos, de nuevas muertes y nuevas vidas y, en último término (como Baudrillard), lo fía todo a la mera posibilidad de seguir preguntando.
Javier Rubio Nomblot
Galería Amparo Gamir 2004