PITTRICE SENZA ERRORI
ÓSCAR ALONSO MOLINA
«La cita ya era falsa en aquel que habían citado»
hans blumenberg
Europa, corre el año de 1913 y el mejor de entre los historiadores de arte de su tiempo repite en su clase, como lo ha estado haciendo hasta ahora curso tras curso, dos errores al punto de explicar un par de cuadros. A oscuras en el aula, vuelto de espaldas a la pantalla donde se proyectaba La Última Cena del de Vinci, y con los ojos casi cerrados, cuenta una vez más a sus discípulos lo angosto de esta mesa escenario del anuncio de una traición y señala, acercando al pulgar el índice flexionado en un gesto que indica lo pequeño o una mínima distancia, la casi imposibilidad de que aquellos platos entren en el ancho de esa tabla irreal, de que esas frutas no se vuelquen hacia el espectador, de que el espacio que la contiene se ajuste realmente al orden de la representación. Quizás en su ensimismamiento recordaba el erudito, de forma un tanto confusa, aquello ya resaltado por Heinrich Wölfflin en su célebre ensayo sobre el Arte Clásico (1899) acerca de la misma pintura pero refiriéndose a la longitud del mueble: contemos los cubiertos: es imposible que tantas personas tengan sitio. Leonardo quiere evitar que los apóstoles se pierdan en la larga mesa y el efecto que producen sus figuras tiene tanta fuerza que nadie se da cuenta de la falta de espacio.
Esa superficie cubierta por el mantel estaría más cerca, por lo tanto, de una animada anamorfosis que del sofisticado trampantojo que pretendía nuestro catedrático. Bien mirado es casi como la distribución en aquella merienda de locos a la que asistió Alicia en el séptimo capítulo de sus aventuras en el País de las Maravillas: en una mesa gigante la insólita Liebre Marcera, el Sombrerero y el Lirón se agolpaban unos sobre otros en una esquina, haciendo fuerza en ella. Y es que tampoco allí había espacio a pesar de los intentos lógicos de la niña por organizar todo ese sitio de sobra. Quizás porque, como bien debía de saber Carroll, la mengua local de los lugares es un mecanismo largamente utilizado en literatura para volver expresivos unos sitios frente a otros (cfr. Bachelard, La poética del espacio, en su análisis de la miniatura, los rincones, la concha, el nido…); de la misma forma que en pintura el recurso a las perspectivas aceleradas, los focos de atención y la duplicación de los centros, la disposición reticular, los abatimientos y los escorzos, las fugas, etc.
Por ello, cabe también que nuestro maestro estuviera siendo bien consciente de su error y esperase que sus palabras, en competencia con aquello que saltaba a la vista ante sus alumnos, transformaran la propia pintura del fresco hasta impedir a cualquiera de ellos, tras su seducción, ver otra cosa que estrechez allí donde tan sólo se da falta de longitud. Corregir el disegno de Leonardo; inquietarlo o ponerlo fuera de sí: furioso.
También en el relato de aquellas clases El Tránsito de la Virgen de Mantegna del Prado se convertía en una sutil fusión de las tradiciones florentina y veneciana, representadas, cada una de ellas, en la parte inferior y superior de la tabla respectivamente. Venecia estaría, pues, en esa luz y en esa atmósfera de los lagos de Mantua que se dejan ver tras una amplia ventana por encima del grupo principal. Olvidaba el historiador que la composición de la pintura del museo madrileño, en su origen parte del conjunto formado por varias obras encargado por Ludovico III de Gonzaga para la Capilla del Castillo de San Jorge, y del que también formaba parte el Tríptico de los Uffizi, está falseada por el hecho de ser tan sólo el recorte inferior de una tabla original de mayor tamaño (la pieza de arriba, en que aparece la figura de Cristo rodeado de ángeles recogiendo el ánima de la Virgen, se conserva en el Museo Ponce de Puerto Rico), y acerca de la cual la crítica, considerándola en su unidad original, ha vertido históricamente una interpretación similar a la por él propuesta ante el derroche lumínico y colorístico que se irradia desde esta última escena hacia la parte baja de la pintura.
Aunque de nuevo cabe la posibilidad de que aquel, nuestro mejor maestro, fuera perfectamente consciente de todo ello, porque también en este caso, y según su hábito, la mirada se había mantenido durante la explicación alejada de la imagen comentada para permitirse, así, recordar mal su historia, extraviarla; inventarse que cuenta otra -¿más sugerente, más complicada?- distinta.
Me gusta imaginar estas dos pequeñas erratas -equivocaciones aposta sobre dibujo y color- instaladas en la sutil cabecita de Sara Quintero como una de las causas de su pintura tan rara, tan increíble. A manera de avería o un pliegue inicial e irreversible instalado en su retina, compuesto por dos sencillos gazapos escogidos por un maestro ejemplar, y aprendidos hace ya tanto tiempo que nadie sería capaz de descubrirlos, «pues igual que sucede con el agua que desaloja la nave, que se reúne inmediatamente detrás de ésta, así sucede con el error; después de que espíritus selectos lo han eliminado y se han abierto espacio, éste se recompone rápidamente detrás de aquéllos, según las leyes de la naturaleza», como nos advertía Goethe.
GALERÍA UTOPIA PARKWAY 2000
VISITA A SARA QUINTERO
JUAN MANUEL BONET
Visita a un estudio de la calle Magdalena, calle que va de Tirso de Molina a Antón Martín. Es el tercero que conozco en ella, después de los de Diego Moya y Antonio Rojas, dos andaluces que llevan muchos años ya en Madrid. En éste laboran varios pintores jóvenes, bien avenidos, y entre ellos Sara Quintero, que se dispone a celebrar, en Utopia Parkway galería a la que debemos ya bastantes gratas sorpresas, su primera individual.
Sara Quintero es madrileña. Fue discípula en su momento, en Bellas Artes, del desaparecido Paco Cortijo, al que traté bastante en su Sevilla natal, y al que visité en una ocasión en su último estudio, que estaba en Atocha, justo detrás de éste. Hace una pintura que poco tiene que ver con la de su maestro, aunque sin embargo existe un hilo «social» -la voluntad de fijarse no tanto en el centro de la ciudad, como en su extrarradio- que permite relacionar su proyecto con el de quien a comienzos de los años sesenta fue a fijarse, en la capital andaluza, en unos arrabales cuyas desoladas perspectivas le servían como punto de partida para sus superficies lacadas, tan características.
Los de Sara Quintero son cuadros bien distintos de los de Cortijo, pero también verdaderamente extraños. En el extrarradio madrileño, por el que deambula con los ojos bien abiertos, un poco al modo en que durante la primera mitad de los años treinta deambularon los «vallecanos», va a fijarse en unas curiosísimas construcciones -mucho sería llamarla arquitectura- efímeras, en unas chabolas abigarradamente geométricas, junto a las cuales aparecen, geométricas ellas también pero en clave más neo-plasticista, unas viejas furgonetas desvencijadas y policromadas. Fotografía el paraje, donde lo más natural -dentro de lo que cabe- son unos cactus muy twenties. Me enseña esas fotografías, probablemente para que yo vea que esas cosas existen, que no son fruto de su imaginación. A bote pronto, las imágenes, melancólicas donde las haya, me traen a la memoria a un cierto Fellini, y también los primeros cuadros del arrabal bonaerense de Guillermo Kuitca, que en su día me llamaron tan poderosamente la atención en uno de los primeros Arcos, cuando su autor era un completo desconocido. La pintora recrea, con los medios propios de su oficio, estas escenas suburbiales. Con un lenguaje pulcro, meticuloso, reduce a lo esencial los volúmenes, los colores, los brillos. El resultado, dos cuadros gemelos, de formato relativamente pequeño (60 x 100), que poseen una gran intemporalidad, lo cual no deja de ser paradójico aludiendo como aluden a atmósferas como la que he intentado describir unas líneas más arriba. Una gran ambigüedad, también: surge la tentación de «leer» estos dos cuadros, no como escenas reales, sino como escenas «de juguete», casi como bodegones morandianos.
Otro paseo conduce a Sara Quintero, siempre en el extrarradio, a un campo de fútbol desierto, rodeado de diversas construcciones -entre ellas, unos silos- y fuertemente iluminado, en el foscor del anochecer. Mismo proceso. Lo fotografía, y ya en el estudio, va despojándolo de cualquier anécdota, logrando crear un cuadro coditiano, y a la vez inquietante, desasosegante.
Una y otra vez se repite ese ir y venir de Sara Quintero, del más destartalado Madrid periférico a su rincón del taller colectivo de la calle Magdalena. Así, a lo largo de los dos o tres últimos años, ha ido acumulando, pacientemente, una producción que ahora se verá, en primicia absoluta, en Utopia Parkway.
Los dos primeros cuadros aludidos me habían hecho dudar, acabo de referirme a ello, de si se trataba de unos cuadros inspirados en lugares reales, o en esa realidad como de teatrillo que constituye el universo del juguete. Otros, más claramente, van por ese lado: sus puntos de partida son castillos de Lego, maquetas -la casita de madera de orilla de lago representada en una imagen de título tan explícito como Naturaleza muerta-, juguetes bélicos… (Descubriré, en mi recorrido posterior por el estudio, restos de esa batalla.)
A Sara Quintero, como a otros jóvenes pintores figurativos, sector metafísico, post-hijos pródigos, le interesan mucho las figuraciones de entreguerras, con especial predilección por ciertos italianos aficionados a la vida gris de sus ciudades, y por ciertos alemanes adscritos a aquel «realismo mágico» cuya fórmula intentó Franz Roh. Cuando ante El Foso pronuncio, un poco dubitativo, el nombre de Alfonso Ponce de León, me encuentro con que efectivamente ella conoce y admira la obra, tan breve como intensa, del autor de Accidente, obra en la que vuelvo a pensar ante Suceso, uno de los cuadros más concentrados del conjunto, y otra imagen de extrema ambigüedad, en la que, sobre un fondo abstracto, casi rothkiano, coexisten una casita naranja de juguete -volveremos a encontrarnos con otra en La espera- y, nuevamente, unos cactus. (A propósito de cactus; anotar que también le es familiar el nombre del canario José Jorge Oramas, otro de nuestros grandes realistas mágicos.)
En cualquier caso, ni el magisterio de Paco Cortijo -al que por cierto ella y los demás moradores del estudio de la calle Magdalena tienen la intención de recordar un día mediante una muestra-homenaje-, ni ese gusto suyo, compartido con otros, y al que acabo de aludir, por ciertas figuraciones a trasmano, nuestras o europeas, bastan para «explicar» el misterio, el enigma, personal e intransferible, que constituye ya la pintura, mucho más que una promesa, de Sara Quintero.
GALERÍA UTOPIA PARKWAY 2000
PITTRICE SENZA ERRORI
ÓSCAR ALONSO MOLINA
«La cita ya era falsa en aquel que habían citado»
hans blumenberg
Europa, corre el año de 1913 y el mejor de entre los historiadores de arte de su tiempo repite en su clase, como lo ha estado haciendo hasta ahora curso tras curso, dos errores al punto de explicar un par de cuadros. A oscuras en el aula, vuelto de espaldas a la pantalla donde se proyectaba La Última Cena del de Vinci, y con los ojos casi cerrados, cuenta una vez más a sus discípulos lo angosto de esta mesa escenario del anuncio de una traición y señala, acercando al pulgar el índice flexionado en un gesto que indica lo pequeño o una mínima distancia, la casi imposibilidad de que aquellos platos entren en el ancho de esa tabla irreal, de que esas frutas no se vuelquen hacia el espectador, de que el espacio que la contiene se ajuste realmente al orden de la representación. Quizás en su ensimismamiento recordaba el erudito, de forma un tanto confusa, aquello ya resaltado por Heinrich Wölfflin en su célebre ensayo sobre el Arte Clásico (1899) acerca de la misma pintura pero refiriéndose a la longitud del mueble: contemos los cubiertos: es imposible que tantas personas tengan sitio. Leonardo quiere evitar que los apóstoles se pierdan en la larga mesa y el efecto que producen sus figuras tiene tanta fuerza que nadie se da cuenta de la falta de espacio.
Esa superficie cubierta por el mantel estaría más cerca, por lo tanto, de una animada anamorfosis que del sofisticado trampantojo que pretendía nuestro catedrático. Bien mirado es casi como la distribución en aquella merienda de locos a la que asistió Alicia en el séptimo capítulo de sus aventuras en el País de las Maravillas: en una mesa gigante la insólita Liebre Marcera, el Sombrerero y el Lirón se agolpaban unos sobre otros en una esquina, haciendo fuerza en ella. Y es que tampoco allí había espacio a pesar de los intentos lógicos de la niña por organizar todo ese sitio de sobra. Quizás porque, como bien debía de saber Carroll, la mengua local de los lugares es un mecanismo largamente utilizado en literatura para volver expresivos unos sitios frente a otros (cfr. Bachelard, La poética del espacio, en su análisis de la miniatura, los rincones, la concha, el nido…); de la misma forma que en pintura el recurso a las perspectivas aceleradas, los focos de atención y la duplicación de los centros, la disposición reticular, los abatimientos y los escorzos, las fugas, etc.
Por ello, cabe también que nuestro maestro estuviera siendo bien consciente de su error y esperase que sus palabras, en competencia con aquello que saltaba a la vista ante sus alumnos, transformaran la propia pintura del fresco hasta impedir a cualquiera de ellos, tras su seducción, ver otra cosa que estrechez allí donde tan sólo se da falta de longitud. Corregir el disegno de Leonardo; inquietarlo o ponerlo fuera de sí: furioso.
También en el relato de aquellas clases El Tránsito de la Virgen de Mantegna del Prado se convertía en una sutil fusión de las tradiciones florentina y veneciana, representadas, cada una de ellas, en la parte inferior y superior de la tabla respectivamente. Venecia estaría, pues, en esa luz y en esa atmósfera de los lagos de Mantua que se dejan ver tras una amplia ventana por encima del grupo principal. Olvidaba el historiador que la composición de la pintura del museo madrileño, en su origen parte del conjunto formado por varias obras encargado por Ludovico III de Gonzaga para la Capilla del Castillo de San Jorge, y del que también formaba parte el Tríptico de los Uffizi, está falseada por el hecho de ser tan sólo el recorte inferior de una tabla original de mayor tamaño (la pieza de arriba, en que aparece la figura de Cristo rodeado de ángeles recogiendo el ánima de la Virgen, se conserva en el Museo Ponce de Puerto Rico), y acerca de la cual la crítica, considerándola en su unidad original, ha vertido históricamente una interpretación similar a la por él propuesta ante el derroche lumínico y colorístico que se irradia desde esta última escena hacia la parte baja de la pintura.
Aunque de nuevo cabe la posibilidad de que aquel, nuestro mejor maestro, fuera perfectamente consciente de todo ello, porque también en este caso, y según su hábito, la mirada se había mantenido durante la explicación alejada de la imagen comentada para permitirse, así, recordar mal su historia, extraviarla; inventarse que cuenta otra -¿más sugerente, más complicada?- distinta.
Me gusta imaginar estas dos pequeñas erratas -equivocaciones aposta sobre dibujo y color- instaladas en la sutil cabecita de Sara Quintero como una de las causas de su pintura tan rara, tan increíble. A manera de avería o un pliegue inicial e irreversible instalado en su retina, compuesto por dos sencillos gazapos escogidos por un maestro ejemplar, y aprendidos hace ya tanto tiempo que nadie sería capaz de descubrirlos, «pues igual que sucede con el agua que desaloja la nave, que se reúne inmediatamente detrás de ésta, así sucede con el error; después de que espíritus selectos lo han eliminado y se han abierto espacio, éste se recompone rápidamente detrás de aquéllos, según las leyes de la naturaleza», como nos advertía Goethe.
GALERÍA UTOPIA PARKWAY 2000
VISITA A SARA QUINTERO
JUAN MANUEL BONET
Visita a un estudio de la calle Magdalena, calle que va de Tirso de Molina a Antón Martín. Es el tercero que conozco en ella, después de los de Diego Moya y Antonio Rojas, dos andaluces que llevan muchos años ya en Madrid. En éste laboran varios pintores jóvenes, bien avenidos, y entre ellos Sara Quintero, que se dispone a celebrar, en Utopia Parkway galería a la que debemos ya bastantes gratas sorpresas, su primera individual.
Sara Quintero es madrileña. Fue discípula en su momento, en Bellas Artes, del desaparecido Paco Cortijo, al que traté bastante en su Sevilla natal, y al que visité en una ocasión en su último estudio, que estaba en Atocha, justo detrás de éste. Hace una pintura que poco tiene que ver con la de su maestro, aunque sin embargo existe un hilo «social» -la voluntad de fijarse no tanto en el centro de la ciudad, como en su extrarradio- que permite relacionar su proyecto con el de quien a comienzos de los años sesenta fue a fijarse, en la capital andaluza, en unos arrabales cuyas desoladas perspectivas le servían como punto de partida para sus superficies lacadas, tan características.
Los de Sara Quintero son cuadros bien distintos de los de Cortijo, pero también verdaderamente extraños. En el extrarradio madrileño, por el que deambula con los ojos bien abiertos, un poco al modo en que durante la primera mitad de los años treinta deambularon los «vallecanos», va a fijarse en unas curiosísimas construcciones -mucho sería llamarla arquitectura- efímeras, en unas chabolas abigarradamente geométricas, junto a las cuales aparecen, geométricas ellas también pero en clave más neo-plasticista, unas viejas furgonetas desvencijadas y policromadas. Fotografía el paraje, donde lo más natural -dentro de lo que cabe- son unos cactus muy twenties. Me enseña esas fotografías, probablemente para que yo vea que esas cosas existen, que no son fruto de su imaginación. A bote pronto, las imágenes, melancólicas donde las haya, me traen a la memoria a un cierto Fellini, y también los primeros cuadros del arrabal bonaerense de Guillermo Kuitca, que en su día me llamaron tan poderosamente la atención en uno de los primeros Arcos, cuando su autor era un completo desconocido. La pintora recrea, con los medios propios de su oficio, estas escenas suburbiales. Con un lenguaje pulcro, meticuloso, reduce a lo esencial los volúmenes, los colores, los brillos. El resultado, dos cuadros gemelos, de formato relativamente pequeño (60 x 100), que poseen una gran intemporalidad, lo cual no deja de ser paradójico aludiendo como aluden a atmósferas como la que he intentado describir unas líneas más arriba. Una gran ambigüedad, también: surge la tentación de «leer» estos dos cuadros, no como escenas reales, sino como escenas «de juguete», casi como bodegones morandianos.
Otro paseo conduce a Sara Quintero, siempre en el extrarradio, a un campo de fútbol desierto, rodeado de diversas construcciones -entre ellas, unos silos- y fuertemente iluminado, en el foscor del anochecer. Mismo proceso. Lo fotografía, y ya en el estudio, va despojándolo de cualquier anécdota, logrando crear un cuadro coditiano, y a la vez inquietante, desasosegante.
Una y otra vez se repite ese ir y venir de Sara Quintero, del más destartalado Madrid periférico a su rincón del taller colectivo de la calle Magdalena. Así, a lo largo de los dos o tres últimos años, ha ido acumulando, pacientemente, una producción que ahora se verá, en primicia absoluta, en Utopia Parkway.
Los dos primeros cuadros aludidos me habían hecho dudar, acabo de referirme a ello, de si se trataba de unos cuadros inspirados en lugares reales, o en esa realidad como de teatrillo que constituye el universo del juguete. Otros, más claramente, van por ese lado: sus puntos de partida son castillos de Lego, maquetas -la casita de madera de orilla de lago representada en una imagen de título tan explícito como Naturaleza muerta-, juguetes bélicos… (Descubriré, en mi recorrido posterior por el estudio, restos de esa batalla.)
A Sara Quintero, como a otros jóvenes pintores figurativos, sector metafísico, post-hijos pródigos, le interesan mucho las figuraciones de entreguerras, con especial predilección por ciertos italianos aficionados a la vida gris de sus ciudades, y por ciertos alemanes adscritos a aquel «realismo mágico» cuya fórmula intentó Franz Roh. Cuando ante El Foso pronuncio, un poco dubitativo, el nombre de Alfonso Ponce de León, me encuentro con que efectivamente ella conoce y admira la obra, tan breve como intensa, del autor de Accidente, obra en la que vuelvo a pensar ante Suceso, uno de los cuadros más concentrados del conjunto, y otra imagen de extrema ambigüedad, en la que, sobre un fondo abstracto, casi rothkiano, coexisten una casita naranja de juguete -volveremos a encontrarnos con otra en La espera- y, nuevamente, unos cactus. (A propósito de cactus; anotar que también le es familiar el nombre del canario José Jorge Oramas, otro de nuestros grandes realistas mágicos.)
En cualquier caso, ni el magisterio de Paco Cortijo -al que por cierto ella y los demás moradores del estudio de la calle Magdalena tienen la intención de recordar un día mediante una muestra-homenaje-, ni ese gusto suyo, compartido con otros, y al que acabo de aludir, por ciertas figuraciones a trasmano, nuestras o europeas, bastan para «explicar» el misterio, el enigma, personal e intransferible, que constituye ya la pintura, mucho más que una promesa, de Sara Quintero.
GALERÍA UTOPIA PARKWAY 2000