MORADAS

Porque dos años puede ser mucho tiempo en ciertas etapas de la juventud, tal vez nos pareciera que ha mediado un largo proceso de desarrollo y decantación entre las dos exposiciones individuales de Sara Quintero en Utopía Parkway. En esta última, tan consecuente respecto a la primera, tan consecutiva y lógicamente urdida, viene a manifestarse la llegada a un cierto estado de madurez. Tornado ya el camino central de la propia aventura artística, ya alcanzado el sentido de una sabia búsqueda, aparece en sazón la intensidad poética que en su pintura se persigue.

Yacen a la intemperie, reducidas ahora a un montón de escombros (quien sabe si después de un bombardeo ejecutado por los juguetes bélicos de muy ambigua naturaleza que a veces incursionan en los cuadros de Sara Quintero), las sugerentes ruinas de aquel país -paisaje- de Nunca Jamás, que en obras anteriores había edificado con las arquitecturas de los juegos infantiles. Han sido amontonadas, puestas como las cosas indeterminadas que aparecen en los cuadros de Tanguy, al borde de una onírica y fugada perspectiva, en uno de los más -literalmente- desolados parajes que jamás se hayan pintado. El cuadro cuelga sin título en la presente muestra. Atrás -o al menos fuera de esta exposición- quedaron los repertorios de escaques; las rocas medievales y el paisaje, no menos primitivista, sobre el que se alzaban los castillos de juguete. Pese a la ausencia total de figuras humanas, era el paisaje concebido como decorado o escenario para una acción, al que con Claudio Guillen llamaríamos «parergon». Ya no es una evidencia el interés por los puntos de vista «caballera», «de pájaro» o «contrapicado» cinematográfico, ni las variadas perspectivas y fugas de antaño. Ahora es menos explícita -tal vez, por ello mismo, más intensa- la esencialización «metafísica» de «las cosas corrientes», que hubiera dicho Carlo Carrá. Perentoria, la presencia de la ausencia humana.

Lo que ha quedado de aquella profusión de recursos y estilemas extraídos de cierta y prolongada tradición pictórica -entendida en su aspecto de ejemplo y espejo de la modernidad- es una experiencia y un sentido. Todos y cada uno de aquellos registros ceden el paso a una compleja síntesis reduccionista, en la que una nueva y compacta economía tonal juega, por cierto, una baza de gran eficacia configuradora; han sido reducidos a una pauta propia, tan estricta como dúctil, y a una manera de pintar más decididamente personal que tributaria -aunque también lo sea- de la corriente figurativa de estos últimos años, la que ha tomado como referencias actuales autores y maneras que una convención historiográfica aún dominante había amortizado la mayor parte de las veces, cuando no excluido del canon de la centuria vanguardista. Realistas «mágicos», metafísicos y novecentistas italianos, Pierre Roy, Chirico, Carrá, Sironi, De Pisis, Guidi, Hopper… Lejos quedaban ya los tiempos en los que la figuración aún resistía -Sara era una niña entonces- en aquellos reductos pictóricos -Hockney, Kitaj, Ruscha, Katz, Gordillo…- que la imaginería pop no había conseguido laminar.

Si como queda dicho, era patente su interés por determinados aspectos próximos y remotos de cierta veta de la tradición representativa, tampoco ha sido ajeno a la pintura de Sara Quintero el aludido clima de revisión de aquellas figuraciones no expresionistas -ni apenas las surrealistas- de entreguerras. No se pretende aquí filiar pinturas, clasificar grados más próximos o más lejanos de parentesco; hallar que la pintora pinta por mágicos o por metafísicos; por Roy, por Depero o por Sironi… Por el encuentro de Chirico y Carrá en la Ferrara de 1916 o por la relectura del Realismo mágico de Franz Roth, de 1925; libro tempranamente publicado en España -1927, Revista de Occidente en traducción de Femando Vela- a cuya lejana influencia sería preciso añadir aquella otra de efecto retardado que en los años sesenta habría de fijar la denominación de cierta literatura hispanoamericana (la cual, dicho sea de paso, si no es con las caricaturas de Botero, nada tiene que ver con la pintura del «realismo mágico»).

Lo que aquí se pretende es aludir a una realidad de mayor calado que, como a la de muchos pintores de su tiempo, no deja de afectar a la obra que nos ocupa. Al hecho incontestable de que la construcción o configuración del cuadro no queda subordinada, sino al revés, a la captación o manipulación de la imagen. Lo tengo razonado en otra parte; básteme ahora recordar que, anulada la pintura en la imaginería pop, su recuperación en términos figurativos forzaba a recorrer el camino a la inversa. Desandar aquella ruta a ningún sitio. Progresar desde el «arte de la imagen» (pop) hacia la pintura figurativa, que es otra cosa.

El trayecto de imagen a figura, cuyo sentido es configurador, supone que la construcción (o «reconstrucción») del cuadro se sobrepone a la elección del asunto que, en cuanto tal, no es otra cosa que su consecuencia. Ya en 1923 lo explicaba Juan Gris en la Sorbona, en una conferencia a la que puso el significativo título de Las posibilidades de la pintura. Y Carrá, que en 1919 propugnaba la facultad del pintor de «recibir y renovar en sí cualquier imagen y saber expresarla convenientemente», revelaba además que «la reconstrucción del cuadro (…) tiene lugar arquitectónicamente y no casualmente, como la suma de datos brutos puestos en fila. Primero la solución general por deducción y luego las soluciones de detalle. Una vez colocado el Principio se trabaja con coherencia hacia el principio. Descubierta la ley, se la aplica a los casos concretos».
En los tiempos que corren, después del tedio y todo lo ocurrido y sin negar otras explicaciones y justificaciones (sea el rítorno al mestiere o la vuelta del «hijo pródigo» chiriquianos, sean -como en Roth- que lo real destella sobre el fluido temporal de la propia realidad, sean los Cap Cod hopperianos…), es cierto que la figuración actual cobra un sentido recapitulador. Inevitable «decíamos ayer» de la pintura de hoy, supone la rectificación de un entuerto histórico para poder seguir hacia delante. «Sólo un espíritu saturado de historicidad -y cito por última vez al metafísico y académico de Milán- tendrá aquella atención necesaria y con provecho se volverá hacia el futuro».

Quiero pensar que el futuro es ya el presente de Sara Quintero. Ella también procede a construir el cuadro de una manera que admite ser llamada arquitectónica y no casual. Suele pintar -no sé si siempre- a partir de los datos en bruto que ha fotografiado con ocasión de alguna epifanía de la realidad (ya sea de un paisaje, de una asociación de objetos o de la «instalación» del campamento que los obreros de Sintel plantaron en la Castellana: el cuadro se llama Exigimos y es el más reciente de la muestra). Y eso, dicho sea de paso, me recuerda que Roth era también fotógrafo. Nuestra pintora trabaja luego sobre aquello -debo advertir del uso meramente instrumental y previo de la fotografía- más por decantación que por agregación. Por fin, la configuración del cuadro se sobrepone a la contingencia cotidiana del motivo y desvela la opacidad de una pintura en la que, sin embargo, late el fulgor de su misterio. Y entonces la pintura esencializa hasta los mínimos los elementos resultantes de aquella economía reductora para alcanzar -como en la poesía- la máxima amplificación de su sentido. He aquí una sugerente cuestión figurativa: «¿Tener sentido -de nuevo nos preguntaríamos con Claudio Guillen-, dar sentido o representar?». Pero, también: «¿Representar para construir? ¿Reproducir lo previamente construido?»

No es menos cierto que la llegada a la madurez, la sazón alcanzada por la pintura de Quintero, a la que hube de referirme en el inicio de estas líneas, no quedaría suficientemente argumentada sin aludir al espacio. No tanto a ciertos espacios de la fenomenóloga poética de Bachelard -concha, rincones, miniatura…- que a simple vista parecen convenirle, cuanto a los espacios macro-microcósmicos que se ven en sus cuadros. Al «pequeño mundo del hombre» que, a las veces, se muestra de juguete y de verdad, lo que, sin duda, torna problemática aquella concepción del espacio fijado ya por Kant como una categoría del entendimiento. Conviene, según creo, poner en relación esa confrontación de lo infantil y el mundo con la de «espacio genético y espacio plástico» que en un ya añejo ensayo, pero rico en sugerencias fecundas, construyó Pierre Francastel desde la «epistemología genética» y los estudios experimentales de psicología infantil de Jean Piaget. (Más sugerente, desde luego, resulta hoy su lectura si colocamos entre un escéptico paréntesis imaginario todo lo que nos suene a doxología del progreso y a ilusionismo lingüístico. Las pinturas no son textos ni nos hablan: nos interrogan en silencio). Lo admirable en el ensayo de Francastel resulta ser el fundamento y desarrollo de la ambiciosa proposición según la cual «los problemas planteados por la psicología infantil se hallan igualmente en la base de la concepción moderna del espacio plástico, fuente y justificación de la creación artística contemporánea y, a la vez, de una nueva interpretación de las formas del arte de todas las épocas». Bien entendido que esos planteamientos son consecuencia de haber ahondado e insistido en la dualidad de las nociones de percepción y representación y distinguido las etapas y formas -la génesis- de la noción de espacio. La cual -sigue advirtiendo Francastel- concuerda con intuiciones y formulaciones de la matemática y la geometría modernas.

Cada etapa de la formación del adulto logra una manera de percibir el espacio. A saber: topológica, objetiva y proyectiva. Y cada una aporta la memoria de su correspondiente representación, con lo que legitima las regresiones pertinentes. Por ello nada impide, en ciertos casos, la coexistencia contradictoria -pero no disonante ni contraria- de pretensiones topológicas (los puestos, por ejemplo, de una mesa) y objetivas (Cristo y el Colegio Apostólico) en un contexto proyectivo o perspectivista (Il cenacolo de Leonardo, por ejemplo), si lo exige el guión.

Percepción, pues, y representación. También, Sara Quintero, por lo mismo, puede lograr que su pintura alcance -como la poesía, ya lo dije antes- la máxima amplificación de sentido trasponiendo los elementos nocionales de cada tipo de espacio. De tal manera que, por efecto configurador de la compacta tonalidad cromática, no hay luz diurna ni nocturna en esos paisajes urbanos con árboles que, al fin, resultan ser, como todos los cuadros de esta exposición, espacios interiores. Moradas.

Dámaso Santos Amestoy
GALERÍA UTOPIA PARKWAY